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Caín quiso ser mejor que Abel, pero optó por la vía equivocada, hizo uso de su fuerza para vencerlo, no de la gracia. Cuando Abel quiso presentarse ante Dios a recoger su premio, Dios lo acusó de su pecado (cf Gn 4,9). En la fe no se progresa adelantando y poniéndole zancadillas a los demás, sino dándoles la mano y ayudándoles, como el buen samaritano (cf Lc 10,25-37). A eso se refería Jesucristo cuando dijo que «El que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por causa de Mí, la salvará» (Mt 16,25). Jesucristo es y fue el Primero (cf Ap 22,13) pero, para lograrlo, tuvo que ponerse el último y cargar sobre sí a todos, con los pecados de todos sobre sus hombros; fue tomado por lo peor de su pueblo, despreciado y acusado de todo lo infame que su propio pueblo había cometido. Los pecados del mundo recayeron sobre Él. Pero Él no se rebeló, se sabía seguro de su victoria y, en completo silencio, soportó su Pasión. Dios al final le dio la razón y lo resucitó, para confirmar ante todo el mundo que Él era inocente y el mejor de su pueblo Israel, el Primero de todos, el Alfa y la Omega.
Jesucristo venció al pecado ocupando el último lugar: «Pues ¿quién es más importante, el que se sienta a la mesa a comer o el que sirve? ¿Acaso no lo es el que se sienta a la mesa? En cambio yo estoy entre ustedes como el que sirve» (Lc 22,27). Pero, desde el último lugar fue elevado al Primer Puesto por Dios: «Cuando seas invitado, ve y siéntate en el último lugar, para que cuando llegue el que te invitó, te diga: "Amigo, ven más adelante". Entonces serás honrado delante de todos los que se sientan a la mesa contigo» (Lc 14,10). Él fue Maestro de Amor y Paciencia.
Aún hoy mismo, delante de todos nosotros, Jesucristo continúa ocupando el último lugar y al servicio de todos, en la Eucaristía; allí paciente y muchas veces olvidado, esperando por todos, esperando poder ayudar, esperando poder salvar y perdonar, listo para ofrecerse de nuevo por cada uno, uniéndose con nosotros sin repudiar nuestras miserias e indignidad. ¡Con qué humildad viene a nosotros en las Comuniones y cuánto bien nos hace, no nos pide nada y nos da todo en cambio! ¿Qué sería de nosotros sin Él? Por eso, la Eucaristía es la Vía Rápida para alcanzar el Cielo y la perfección, y quienes la imitan progresarán más rápido que los demás, porque es la misma Vía que siguió Jesucristo. Jesucristo se hizo Eucaristía justo al comienzo de su Pasión, porque es esa la Vía por la que nos iba a salvar, y a fin de darnos ejemplo a nosotros de que, en la Eucaristía, tendríamos el Modelo de Conducta a seguir durante toda nuestra vida y especialmente ante las persecuciones y dificultades. Quienes la sigan y deseen transformarse en Eucaristía —los hijos e hijas imitadoras de la Eucaristía—, han encontrado la Vía Directa hasta el Cielo, y llegarán muchísimo ANTES y MUCHO MÁS LEJOS que los demás. La Eucaristía es el Trampolín al Cielo y a la santidad, el Ascensor que nos eleva hacia el Cielo cada vez más: con cada Comunión subimos una planta en el Rascacielos que llega al Cielo. Y, quien en Ella entre a habitar, morará con Él, y será acogido y amado por Él, y será transfigurado en Él, y hallará Vida y Consuelo sin medida en esta vida, y será santificado y protegido de todo mal y, el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo, le protegerá como una Coraza de todo mal y le liberará y pondrá a salvo de todas las pruebas que tenga que pasar.
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