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En la Solemnidad de la Santísima Trinidad, hoy 31 de mayo de 15, el Santo Padre Francisco nos recordó dos características fundamentales de la Santísima Trinidad (fuente: News.va ):
La Santísima Trinidad no es —como a veces se nos ha presentado— un misterio o una realidad inaccesible, un algo lejano y totalmente distinto de nosotros y nosotros de ella, sino un Todo Familiar, Sagrado y Divino, Superior sí, pero no ajeno a nosotros en virtud del Bautismo. El Bautismo nos ha enraizado en el Seno de la Trinidad, por efecto de la Gracia Santificante, y esa unión permanece entre que permanezcamos en Gracia, se pierde con el pecado mortal, y se recupera con el Sacramento de la Confesión.
En el modelo de Amor Trinitario hay un yo, hay un tú, y hay un Él. Son tres personas que, llevadas al plano del amor cristiano significa que siempre ha de estar constituido por una trinidad de personas. Una relación personal e individualista con Dios, egoísta y meramente personal, de un tú y Dios y Dios y tú y nadie más, es una relación ascética que puede ser todo lo ambiciosa que se quiera, pero no es cristiana, porque falta un él o ella, un otro, un tercero. Si no entra en juego un otro, ese amor no es cristiano. Es imprescindible la intervención de un tercero. Esto se vive muy bien en el matrimonio católico, en la familia, donde este amor se proyecta hacia uno o más terceros. Y ese modelo de amor se va extendiendo, inevitablemente, más y más, se va reproduciendo, hasta alcanzar y abarcar a toda la comunidad cristiana. Es la base y fundamento de cohesión de cualquier comunidad cristiana: es su más pura esencia, su célula constituyente es siempre una relación trinitaria. Por eso, la Vida de la Iglesia nos lleva necesariamente a la Comunidad, donde esa comunidad se materializa y se nos hace presente a través de cada otro particular que Dios trae a nosotros: la Comunidad no es solo la reunión de las personas en el templo, no, sino que comunidad es cada otro, cada persona particular, que conocemos o con la que nos encontremos, uno a uno.
Vivido esto en la Fuente del Amor, que es la Eucaristía, de donde todo verdadero amor proviene, significa que la Comunión Eucarística NUNCA PUEDE SER INDIVIDUALISTA, nunca es una relación únicamente personal con Dios, individualista, sino que siempre es y tiene que ser obligatoriamente una Relación Trinitaria. No podemos limitarnos a encerrarnos en una relación de puro ascetismo personal, buscando únicamente el propio perfeccionamiento en la fe, sin compartir nada con los demás, sin llevar ese amor a los otros, y sin integrar a los otros en ese amor. La Comunión Eucarística no es solo una relación con Dios sino también con los demás. Todos están y estamos invitados a esa Mesa de Amor. Donde se realizan a la perfección los dos Mandamientos Cristianos del Amor: el amor a Dios y el amor al prójimo, siendo ambos inseparables. Y, no sólo son inseparables, sino que son mutuamente coadyuvantes y dependientes, ya que el uno es el único modo de vivir el otro. No se puede amar a Dios sino amando al prójimo, y no se puede amar al prójimo sino amando a Dios. El amor a Dios nunca jamás obstaculiza el amor al prójimo, sino que lo lleva a la máxima perfección, de modo que nadie es capaz de amar a su prójimo si primero no está enraizado su amor en un profundo e íntegro amor a Dios. Y nadie puede amar sincera y verdaderamente a Dios si primero su amor no está profunda y sinceramente enraizado en su amor al prójimo. Así se justifica la Encarnación de Dios en Jesucristo, para que a partir de Jesucristo, ya no separemos nunca más a la Carne y al Verbo, lo Humano y lo Divino, sobre todo en la Eucaristía.
Cuanto más se ama al prójimo más se ama a Dios, y cuanto más se ama a Dios más se ama al prójimo. Ambas dimensiones del amor cristiano, son como las dos piernas sobre las que caminamos, son las que nos permiten caminar, sostenernos y avanzar en la vida cristiana. Y —absolutamente— no pueden separarse ni caminar la una sin la otra. Sino que a donde va la una va la otra, y cuando una avanza también avanza la otra. Quien pretenda avanzar en su Amor a Dios, sin llevar a la par ese amor al prójimo, su vida cristiana será una continua cojera, llena de obstáculos y grandes caídas en pecado, ya que en el fondo ese modelo de amor no es cristiano sino una forma disfrazada de egoísmo personal, pudiéndose caer fácilmente en una fe farisaica y altiva, falta de caridad. Y quien pretenda avanzar en su amor a otras personas sin primero avanzar en su amor a Dios, también cojeará, porque sin el Amor a Dios, nos quedamos sin inspiración, sin un modelo y sin una adecuada fuente, de la que obtener siempre ese Amor que, como Agua Fresca, nos llega del Cielo para, luego, poder compartirlo con los demás. Quien no ama a Dios, no tiene nada para compartir con los demás. Quien no ama a Dios, su fuente de amor se le secará. Pero, quien no ama a su prójimo, su agua se le estancará.
- «La Trinidad es comunión de Personas divinas, las cuales son una con la otra, una para la otra y una en la otra: esta comunión es la Vida de Dios, el misterio de amor del Dios Vivo».
- Este «misterio estupendo - del cual provenimos y hacia el cual vamos - nos renueva la misión de vivir la comunión con Dios y entre nosotros, sobre el modelo de la comunión trinitaria. No estamos llamados a vivir ‘los unos sin los otros, encima o contra los otros’, sino ‘los unos con los otros, por los otros y en los otros’».
La Santísima Trinidad no es —como a veces se nos ha presentado— un misterio o una realidad inaccesible, un algo lejano y totalmente distinto de nosotros y nosotros de ella, sino un Todo Familiar, Sagrado y Divino, Superior sí, pero no ajeno a nosotros en virtud del Bautismo. El Bautismo nos ha enraizado en el Seno de la Trinidad, por efecto de la Gracia Santificante, y esa unión permanece entre que permanezcamos en Gracia, se pierde con el pecado mortal, y se recupera con el Sacramento de la Confesión.
En el modelo de Amor Trinitario hay un yo, hay un tú, y hay un Él. Son tres personas que, llevadas al plano del amor cristiano significa que siempre ha de estar constituido por una trinidad de personas. Una relación personal e individualista con Dios, egoísta y meramente personal, de un tú y Dios y Dios y tú y nadie más, es una relación ascética que puede ser todo lo ambiciosa que se quiera, pero no es cristiana, porque falta un él o ella, un otro, un tercero. Si no entra en juego un otro, ese amor no es cristiano. Es imprescindible la intervención de un tercero. Esto se vive muy bien en el matrimonio católico, en la familia, donde este amor se proyecta hacia uno o más terceros. Y ese modelo de amor se va extendiendo, inevitablemente, más y más, se va reproduciendo, hasta alcanzar y abarcar a toda la comunidad cristiana. Es la base y fundamento de cohesión de cualquier comunidad cristiana: es su más pura esencia, su célula constituyente es siempre una relación trinitaria. Por eso, la Vida de la Iglesia nos lleva necesariamente a la Comunidad, donde esa comunidad se materializa y se nos hace presente a través de cada otro particular que Dios trae a nosotros: la Comunidad no es solo la reunión de las personas en el templo, no, sino que comunidad es cada otro, cada persona particular, que conocemos o con la que nos encontremos, uno a uno.
Vivido esto en la Fuente del Amor, que es la Eucaristía, de donde todo verdadero amor proviene, significa que la Comunión Eucarística NUNCA PUEDE SER INDIVIDUALISTA, nunca es una relación únicamente personal con Dios, individualista, sino que siempre es y tiene que ser obligatoriamente una Relación Trinitaria. No podemos limitarnos a encerrarnos en una relación de puro ascetismo personal, buscando únicamente el propio perfeccionamiento en la fe, sin compartir nada con los demás, sin llevar ese amor a los otros, y sin integrar a los otros en ese amor. La Comunión Eucarística no es solo una relación con Dios sino también con los demás. Todos están y estamos invitados a esa Mesa de Amor. Donde se realizan a la perfección los dos Mandamientos Cristianos del Amor: el amor a Dios y el amor al prójimo, siendo ambos inseparables. Y, no sólo son inseparables, sino que son mutuamente coadyuvantes y dependientes, ya que el uno es el único modo de vivir el otro. No se puede amar a Dios sino amando al prójimo, y no se puede amar al prójimo sino amando a Dios. El amor a Dios nunca jamás obstaculiza el amor al prójimo, sino que lo lleva a la máxima perfección, de modo que nadie es capaz de amar a su prójimo si primero no está enraizado su amor en un profundo e íntegro amor a Dios. Y nadie puede amar sincera y verdaderamente a Dios si primero su amor no está profunda y sinceramente enraizado en su amor al prójimo. Así se justifica la Encarnación de Dios en Jesucristo, para que a partir de Jesucristo, ya no separemos nunca más a la Carne y al Verbo, lo Humano y lo Divino, sobre todo en la Eucaristía.
Cuanto más se ama al prójimo más se ama a Dios, y cuanto más se ama a Dios más se ama al prójimo. Ambas dimensiones del amor cristiano, son como las dos piernas sobre las que caminamos, son las que nos permiten caminar, sostenernos y avanzar en la vida cristiana. Y —absolutamente— no pueden separarse ni caminar la una sin la otra. Sino que a donde va la una va la otra, y cuando una avanza también avanza la otra. Quien pretenda avanzar en su Amor a Dios, sin llevar a la par ese amor al prójimo, su vida cristiana será una continua cojera, llena de obstáculos y grandes caídas en pecado, ya que en el fondo ese modelo de amor no es cristiano sino una forma disfrazada de egoísmo personal, pudiéndose caer fácilmente en una fe farisaica y altiva, falta de caridad. Y quien pretenda avanzar en su amor a otras personas sin primero avanzar en su amor a Dios, también cojeará, porque sin el Amor a Dios, nos quedamos sin inspiración, sin un modelo y sin una adecuada fuente, de la que obtener siempre ese Amor que, como Agua Fresca, nos llega del Cielo para, luego, poder compartirlo con los demás. Quien no ama a Dios, no tiene nada para compartir con los demás. Quien no ama a Dios, su fuente de amor se le secará. Pero, quien no ama a su prójimo, su agua se le estancará.
Yo, David, soy el autor de este mensaje de nuestra presencia y cohabitación con Jesucristo en la Eucaristía