DAVID EUCARISTÍA: Cuando nos unimos en la Eucaristía nos convertimos en Rosas Eucarísticas que serán presentadas ante el Trono de Dios

Cuando nos unimos en la Eucaristía nos convertimos en Rosas Eucarísticas que serán presentadas ante el Trono de Dios



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Todas las almas debemos estar unidas en la Eucaristía como una sola Alma, una sola Mente, un solo Espíritu, unidos por medio de Él y con Él, con JESUCRISTO, en una unión que se materializa por medio de la participación fervorosa y consciente en la Comunión Eucarística (con las condiciones debidas).

Debemos además ir buscando almas compañeras de viaje, amigos con los que recorrer juntos el camino, como los que envió Jesús, que iban de dos en dos (cf Lc 10,1), o los discípulos de Emaús (cf (Lc 24,13-35). La Unión Eucarística no se debe vivir en soledad y aislamiento (Gn 2,18: «No es bueno que el hombre esté solo»), se puede si no nos queda más remedio, pero es más correcta y fructífera si se vive en comunidad, con los demás, con otras personas. Comunidad, pueden ser 2 o 3 o más personas, pues Jesucristo dijo también que Él estaría en medio de nosotros cuando dos o tres nos reuniéramos en su nombre (cf Mt 18,20). Y, cuando nos reunimos en honor de la Eucaristía nos reunimos en honor a su entera Persona, no solo su Nombre, y es una unión aún más grande y más viva y poderosa ante Dios. Cuando dos o más almas se reúnen y se unen en nombre de la Eucaristía, Jesucristo se hace presente y participa en esa unión para llevarla a buen fin y cuidarla para que no se desvíe de su camino; y, si en un momento dado se desviase, Él rápidamente lo corregiría y enderezaría de nuevo.

El vivir y compartir la Eucaristía en comunidades parroquiales o congregaciones religiosas es lo más frecuente. Sin embargo, esta forma de vivir la Eucaristía usualmente se reduce aun nivel excesivamente formal, donde escasas veces se profundiza a un grado de cercanía espiritual suficiente para poder experimentar toda la grandeza de esta Comunión de almas en la Eucaristía. Se hace necesario por tanto encontrar almas que, al igual que nosotros, deseen vivir la Eucaristía compartida, vivida de una manera recíproca, mirando y contemplando al prójimo en Dios y a Dios al prójimo, en una vivencia trinitaria plena (Dios, el prójimo y yo). Para ello, por tanto, se hace necesario formar microcomunidades eucarísticas, es decir, formarlas e iniciarlas nosotros mismos; microcomunidades que, sin interferir en modo alguno, la vida eucarística formal comunitaria, puedan a la vez ayudarse mutuamente y de una manera consciente a desarrollarla. Así fue también el comienzo, desarrollo y expansión de la Iglesia en sus comienzos y en todos los tiempos.

Cada microcomunidad debe formarse como una espiga de trigo, que empieza a desarrollarse poco a poco y cada vez se va expandiendo más y agregando más y más granos de trigo, hasta que queda completa. O como los racimos de uva que van expandiénsose y desarrollando una a una sus uvas, hasta que queda el racimo completo. Las almas que fueron elegidas para empezarlas, y que actuarán como semillas y núcleos de estas futuras microcomunidades, aún cuando estuvieran solas y no saber cómo empezar, han de buscar esas otras almas afines unidas por un mismo amor a la Eucaristía, a fin de agregarse, unirse y comulgarse en la Eucaristía, para así dar lugar a estas comunidades incipientes, estos racimos de Amor en la Eucaristía. Al comenzar, esta manera de unión y de vivir la Eucaristía resulta completamente novedosa, a lo cual se une también la inexperiencia; quizá se puedan cometer algunos errores iniciales, pero es que todo es un aprendizaje continuo, y así es como se aprende. Al final será hermoso, Dios bendecirá esas uniones realizadas con Él en la Eucaristía, porque son como Espigas de trigo que nacen y crecen en sus campos de la Eucaristía, como Racimos de uvas que nacen y se desarrollan en su Vid. Y lo que Jesucristo quiere es que vayamos y demos fruto: «Vosotros no me escogisteis a Mí, sino que Yo os escogí a vosotros, y os designé para que vayáis y deis fruto, y que vuestro fruto permanezca; para que todo lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo conceda» (Jn 15,16).

Nosotros, las almas semilla, que deciden empezar a realizarlas, somos esas espigas, somos esos racimos incipientes, somos como rosas que emergen de un rosal y van agregando cada vez más pétalos perfumados con un mismo aroma: el Amor que Dios nos comparte en la Comunión. No es nuestro amor el que nos damos, NO, nunca, es el Suyo, solo y únicamente; y el Suyo es la Eucaristía, y se recibe al comulgar, en su Hostia Sagrada. Cada alma que da inicio a una de estas uniones, cohesionada con las demás almas que se le adhieran, constituirá así una nueva Rosa Eucarística plantada en el Jardín de Dios en el Cielo, y allí lucirá para siempre con Dios. 

¡Vívelo! ¡Lleva al mundo este Amor! Enseña a todos a vivirlo. Este es el Verdadero Amor de Dios, el comulgarlo primero a Él y el comulgarnos también unos a otros en Él, recibiendo de Él el Verdadero Amor que luego podamos darnos unos a otros y compartir. Pues nosotros somos nada y ni tenemos amor de verdad, ni sabemos darlo. Pero Dios nos lo da, Él suple nuestra carencia y, en la Eucaristía, recibimos la Riqueza Divina que vuelve nuestro amor superabundante, y ya no se agotará jamás. Un amor que crece cuanto más lo compartes, cuando más das más recibirás, que al darlo se multiplica más, como los panes y los peces de la multiplicación milagrosa.

Jesucristo quiere que todos seamos uno con Él en la Eucaristía, y que habitemos allí con Él para siempre, y en la Eternidad, para darnos y compartirnos la misma Gloria Divina y Celestial que Él mismo ha ganado con sus méritos, amor y sufrimientos. Dios Padre le ha dado todo, y Él nos lo da a nosotros. Esto es exactamente lo que Jn 17, 21-24 quiere decir. Por eso nos dice Jn 14,3, que Dios nos tenía preparadas moradas para que habitáramos con Él donde Él está. La Eucaristía es nuestra Morada Celestial: allí donde Él está (Jn 12,26;14,3;17,24).


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