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Reflexiones teológicas y pastorales elaboradas como preparación del 50° Congreso Eucarístico Internacional que se celebró en Dublín, Irlanda, del 10 al 17 de junio de 2012. Fuente: www.vatican.va, consultar el documento completo original
«Santo Tomás de Aquino y muchos otros en la Tradición de la Iglesia afirman que el efecto extraordinario de la Eucaristía es nuestra asimilación mística y real con Cristo.
San Agustín, por ejemplo, expresa esta convicción a través de la interpretación de la entrega de Jesús en la Comunión y dice: “Yo soy el alimento del las almas adultas; crece y me comerás. Pero no me transformarás en ti como asimilas los alimentos de la carne, sino que tú te transformarás en mí”[1]. El gran teólogo medieval, san Alberto Magno, también afirma que “este sacramento nos transforma en el cuerpo de Cristo, de tal forma que nos convertimos en hueso de sus huesos, carne de su carne, miembro de sus miembros”[2]. Y como buen maestro continúa explicándonos: “Siempre que se unen dos sustancias de modo que una deba cambiarse y transformarse en otra, entonces la sustancia superior, más noble y activa, asimila la inferior, más débil e imperfecta. Siendo, pues, este alimento de naturaleza superior y más perfecta, tócale a él recibir la asimilación y cambiar al hombre que la recibe espiritualmente en Cristo”[3]. En la acción de gracias, exclama: “Cuántas gracias debemos a Cristo, quien con su cuerpo vivificante nos transforma él, para que nos convirtamos en su cuerpo divino, puro y santo”[4]. Santa Teresa de Lisieux, una doctora de la Iglesia muy reciente, escribió: “Cada mañana Jesús transforma la hostia blanca en sí mismo para comunicarte su vida. Lo que es más, con un amor que es mayor aún, quiere transformarte en él”. En el Concilio Vaticano II, se cita a san León Magno: “La participación del cuerpo y sangre de Cristo hace que pasemos a ser aquello que recibimos”[5].
Dado el efecto extraordinario de la Eucaristía, nuestra transformación en Cristo, podemos comprender cómo la Eucaristía realmente nos convierte en un solo cuerpo y una sola alma de manera única. El Papa Benedicto XVI comenta esto, subrayando cómo el proceso de nuestra transformación, que ya ha comenzado cuando el pan y el vino se transforman en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, se apresura ahora y como consecuencia produce otros cambios:
Al recibir la Eucaristía, somos llamados a anticipar un nuevo futuro a través de palabras y acciones para que éste pueda ser injertado ahora en el presente y podamos gustar de lo que vamos a ser. La experiencia de silencio en nuestras celebraciones Eucarísticas da la oportunidad a la gente, no sólo de recordar el pasado y celebrar el presente, sino también de abrir sus corazones al futuro de perfecta comunión con Cristo y entre nosotros, que nos promete Dios. Con los ojos del alma podemos vislumbrar los nuevos cielos y la nueva tierra que inaugura para nosotros la Eucaristía».
[1] Confesiones, VII, 10: PL 32, 742.
[2] De Euch., Dist. III, Tract. I,5,5; Borgnet XXXVIII, p257.
[3] In IV Sent., Dist. IX, A,2; Borgnet XXIX, p.217.
[4] De Euch Dist. III, Tract. I, 8, 2; Borgnet XXXVIII, p.272.
[5] LG, n. 26. Cf. S. León Magno., Serm. 63, 7: PL 54, 357C.
[6] Benedicto XVI, Homilía en la XX Jornada Mundial de la Juventud, Marienfeld (21 de agosto de 2005).
[7] Ibid.
Reflexiones teológicas y pastorales elaboradas como preparación del 50° Congreso Eucarístico Internacional que se celebró en Dublín, Irlanda, del 10 al 17 de junio de 2012. Fuente: www.vatican.va, consultar el documento completo original
«Santo Tomás de Aquino y muchos otros en la Tradición de la Iglesia afirman que el efecto extraordinario de la Eucaristía es nuestra asimilación mística y real con Cristo.
San Agustín, por ejemplo, expresa esta convicción a través de la interpretación de la entrega de Jesús en la Comunión y dice: “Yo soy el alimento del las almas adultas; crece y me comerás. Pero no me transformarás en ti como asimilas los alimentos de la carne, sino que tú te transformarás en mí”[1]. El gran teólogo medieval, san Alberto Magno, también afirma que “este sacramento nos transforma en el cuerpo de Cristo, de tal forma que nos convertimos en hueso de sus huesos, carne de su carne, miembro de sus miembros”[2]. Y como buen maestro continúa explicándonos: “Siempre que se unen dos sustancias de modo que una deba cambiarse y transformarse en otra, entonces la sustancia superior, más noble y activa, asimila la inferior, más débil e imperfecta. Siendo, pues, este alimento de naturaleza superior y más perfecta, tócale a él recibir la asimilación y cambiar al hombre que la recibe espiritualmente en Cristo”[3]. En la acción de gracias, exclama: “Cuántas gracias debemos a Cristo, quien con su cuerpo vivificante nos transforma él, para que nos convirtamos en su cuerpo divino, puro y santo”[4]. Santa Teresa de Lisieux, una doctora de la Iglesia muy reciente, escribió: “Cada mañana Jesús transforma la hostia blanca en sí mismo para comunicarte su vida. Lo que es más, con un amor que es mayor aún, quiere transformarte en él”. En el Concilio Vaticano II, se cita a san León Magno: “La participación del cuerpo y sangre de Cristo hace que pasemos a ser aquello que recibimos”[5].
Dado el efecto extraordinario de la Eucaristía, nuestra transformación en Cristo, podemos comprender cómo la Eucaristía realmente nos convierte en un solo cuerpo y una sola alma de manera única. El Papa Benedicto XVI comenta esto, subrayando cómo el proceso de nuestra transformación, que ya ha comenzado cuando el pan y el vino se transforman en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, se apresura ahora y como consecuencia produce otros cambios:
“El Cuerpo y la Sangre de Cristo se nos dan para que a su vez nosotros mismos seamos transformados. Nosotros mismos debemos llegar a ser Cuerpo de Cristo, sus consanguíneos. Todos comemos el único pan, y esto significa que entre nosotros llegamos a ser una sola cosa. La adoración (…) llega a ser, de este modo, unión. Dios no solamente está frente a nosotros, como el Totalmente otro. Está dentro de nosotros, y nosotros estamos en Él. Su dinámica nos penetra y desde nosotros quiere propagarse a los demás y extenderse a todo el mundo, para que su amor sea realmente la medida dominante del mundo”[6].Se produce una nueva comunión de vida, que excede toda nuestra experiencia de comunión y crea una verdadera comunidad humana. Todas las semillas de desunión en nuestra vida y alrededor de nosotros pueden ser contrarrestadas por el poder unificante del cuerpo de Cristo. El Papa Benedicto XVI relaciona este proceso con una “fisión nuclear ocurrida en lo más íntimo del ser”. “Solamente esta íntima explosión del bien que vence al mal puede suscitar después la cadena de transformaciones que poco a poco cambiarán el mundo”[7].
Al recibir la Eucaristía, somos llamados a anticipar un nuevo futuro a través de palabras y acciones para que éste pueda ser injertado ahora en el presente y podamos gustar de lo que vamos a ser. La experiencia de silencio en nuestras celebraciones Eucarísticas da la oportunidad a la gente, no sólo de recordar el pasado y celebrar el presente, sino también de abrir sus corazones al futuro de perfecta comunión con Cristo y entre nosotros, que nos promete Dios. Con los ojos del alma podemos vislumbrar los nuevos cielos y la nueva tierra que inaugura para nosotros la Eucaristía».
[1] Confesiones, VII, 10: PL 32, 742.
[2] De Euch., Dist. III, Tract. I,5,5; Borgnet XXXVIII, p257.
[3] In IV Sent., Dist. IX, A,2; Borgnet XXIX, p.217.
[4] De Euch Dist. III, Tract. I, 8, 2; Borgnet XXXVIII, p.272.
[5] LG, n. 26. Cf. S. León Magno., Serm. 63, 7: PL 54, 357C.
[6] Benedicto XVI, Homilía en la XX Jornada Mundial de la Juventud, Marienfeld (21 de agosto de 2005).
[7] Ibid.
Yo, David, soy el autor de este mensaje de nuestra presencia y cohabitación con Jesucristo en la Eucaristía